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martes, 24 de julio de 2012

Guadalajara en tiempos del cólera (1834-1855)

Es el título de la última obra de Tomás Gismera Velasco, finalista en el “Premio de Investigación Histórica y Etnográfica” 2011, de la Diputación Provincial de Guadalajara.

   Pocos, por no decir que ninguno en profundidad de los libros que hablan de la historia de nuestros pueblos, ha abordado el complejo tema de las epidemias.  Mucho menos de las recientes que en el siglo XIX asolaron gran número de los pueblos de la provincia, dando protagonismo al tema médico o de la salud general.

   Es el tema de la obra finalista en los premios “Provincia de Guadalajara” de Investigación Histórica y Etnográfica 2011, que bajo el lema “Las visitas del huésped del Ganges a la Guadalajara del siglo XIX”, aborda Tomás Gismera Velasco.

   Cuatro fueron las grandes epidemias que padeció España a causa del cólera, la primera en 1834, cuando era todavía una enfermedad por completo desconocida en una gran parte de Europa, se desconocía su propagación y se confundían sus efectos. A España, esas cuatro grandes epidemias, 1834-35, 1855-56, 1865 y 1884-85, le costaron cerca de millón y medio de muertos, a Guadalajara cerca de 15.000, lo que vendría a suponer el 8 o el 10 por ciento de su población, sin contar con la masiva emigración o los costes que para muchos de los pueblos afectados tuvo en unos tiempos en los que se carecía de sanidad oficial, y, por lo general, había que recurrir a la beneficencia pública y la caridad del pueblo.

   Uno a uno, Gismera hace un recorrido por todos y cada uno de los pueblos epidemiados de Guadalajara: cerca de 40 en 1834; alrededor de 300 en 1855; 9 en 1865 y 36 en 1885; relatando las vivencias de cada uno, en muchos casos, con historias que hoy en día nos parecerían espeluznantes.

   Cuando en 1833 el cólera hizo su aparición por el puerto de Vigo, conforme relata Gismera en su obra, tan solo podía hacerse una cosa “rezar”.  Fue el consejo, y la Real orden, que dictó Fernando VII.  Seguiría siendo, el rezo y la encomienda a Dios, el remedio general a lo largo del siglo, “el ministro del ramo, en 1855, aconsejó al Gobernador de Avila (relata Gismera), encomendarse a su paisana Santa Teresa, que no permitiría que su provincia se viese afectada”.  Las iglesias permanecían abiertas noche y día, con la exposición permanente del Santísimo, y las procesiones y rogativas fueron habituales en cualquier parte. En algunos casos esas rogativas pasaron a convertirse en tradición “como el caso de Horche y la procesión del medio real, en recuerdo del que cada vecino puso para costear la iluminación de la Virgen de la Soledad”.

   La Serranía de Atienza fue una de las comarcas que, tradicionalmente, quedaron libres en su mayor parte, en las cuatro invasiones. El clima y la escasez de aguas estancadas, principal foco de infección, lo favorecieron, si bien algunos de los pueblos no se libraron de quedar prácticamente diezmados.

   Cuando en el verano de 1834 el cólera avanzaba por la provincia de Soria, nuestro rincón serrano se encontraba acometido por otro tipo de males, las facciones carlistas de las partidas de Merino y Salazar que hicieron estragos en Valderromán (Soria), en Galve y en La Mierla, donde torturaron y asesinaron a sus respectivos curas”.  En la parte de la Alcarria eran las partidas de Josefa la Cachorra las que atraían la atención y daban tantos quebraderos de cabeza al Gobernador civil, Rafael Pérez de Guzmán el Bueno que, en lugar de disponer medidas contra la propagación del cólera se dedicó a combatir a las facciones. Cuando quiso atajar el mal ya era tarde, la sanidad dependía de él, y optó por dejar el cargo en el mes de septiembre de ese año, cuando en la capital provincial se enterraban los muertos a decenas en fosas comunes expuestas a las alimañas. El nuevo Gobernador llegaría cuando el cólera había quedado ahogado con la llegada del invierno.

   En esta ocasión el cólera pasó casi de largo por la Serranía, alcanzando tan sólo a Tamajón, Sigüenza, Negredo e Imón, ya avanzado el mes de octubre.

   El de Imón fue un caso excepcional. Fallecieron cerca de sesenta personas, la última el 7 de diciembre, (Gismera relaciona en su obra uno a uno todos los fallecidos), que comenzaron a enterrarse en la iglesia, como era costumbre, terminando por habilitar un cementerio junto a la ermita de la Soledad, donde el 12 de noviembre se dio sepultura al primer cadáver  y el día 14 tuvieron que habilitar uno nuevo, porque se quedaron sin espacio”. El entonces cura del lugar, Miguel Rupérez, tras la última partida de defunción añadió “que al fin se había detenido el brazo de la justicia divina”. Y es que los libros parroquiales, por encima de los municipales, han sido uno de los principales pilares en la investigación: “en algunos municipios se adoptaron acuerdos que iban contra la ley, y al percatarse de las sanciones que les podía acarrear, optaron por eliminarlos”.

   Aquellos acuerdos  hablan de la implantación de lazaretos o cordones de seguridad ilegales, vigilados por gentes de armas, que impedían la entrada o salida de los pueblos, en la creencia de que de esa manera quedarían a salvo, aquello se volvió contra los municipios en muchas ocasiones  ya que “al aislarse impidieron la llegada de médicos o sanitarios”.  Los remedios afloraron por cualquier parte, desde las aguas milagrosas a los remedios más impensables, como “tomar una copa de aguardiente en ayunas, y un vaso de vino, seguido de otro de agua, cada media hora, acostarse una persona sana con otra infectada para darle calor…”

   La gran epidemia de 1855 (cerca de 10.000 muertos en tres meses en la provincia de Guadalajara), afectó a todas las comarcas por igual, si bien Atienza volvió a quedar a salvo, aunque algunos atencinos no se libraron, entre ellos Sinforoso Zúñiga, que se encontraba tomando las aguas en el balneario de Trillo, un lugar protegido junto con el de la Isabela, por gentes de armas que, sin embargo, no pudieron evitar la llegada del mal, “Trillo, su balneario, era el Gran Hotel, el Biarritz de Guadalajara, donde tomaba las aguas y pasaba la temporada veraniega lo más granado de la provincia, y hasta de Madrid. El viaje se completaba en dos días, y hubo mucho interés en preservarlo. El propio director del balneario, el afamado médico Mariano José González Crespo elaboró una normativa que se conservó en el archivo municipal, de prevención contra el cólera que, finalmente, no sirvió de mucho. La primera difunta fue Josefa Picaños, una pobre lavandera, aunque el caso más llamativo fue el de un Director General que con su familia llegó desde Madrid para visitar a un hermano enfermo. Fallecieron todos los llegados de la capital, librándose el enfermo. Y una semana después de anunciarse que el balneario estaba libre de la enfermedad, tuvo que ser puesto en cuarentena, cerrando un mes antes de lo previsto”.

   A las facciones carlistas las sustituyeron las revoluciones.  La campaña del Maestrazgo lo extendió por la comarca de Molina, las tropas de los mariscales Serrano y O´Donell por media provincia. Algunos insurrectos llegados de Aragón por la sierra trataron de aprovechar el momento y de formar una columna con los mineros de Hiendelaencina para llegar a Madrid en unión de los presidiarios del Pontón de la Oliva, que tuvieron que ser frenados con tropas de los Regimientos de Infantería del Príncipe, Constitución y Gerona. En Hiendelaencina quedaron 85 muertos en apenas diez días y, casualmente, los mineros fueron los menos afectados: “entre la población minera fueron los obreros de la mina Beatriz quienes más lo padecieron”, cuenta Gismera en su obra. El primer difunto del pueblo, Evaristo Alcalá, era un carretero que falleció el 16 de septiembre, acababa de llegar de Jadraque. A pesar de que, como cuenta Gismera, los verdaderos propagadores fueron los niños de la Inclusa de Madrid, llegados en aquellos días, al igual que sucedería en Hita, entregados por la condesa de Sevillano a las amas de cría que a cambio de unos pocos reales los amantaban. En la iglesia de San Pedro de Hita el registro de incluseros fallecidos fue incesante a lo largo de diez días.

   En esta ocasión el cólera recorrió un buen número de pueblos serranos: Alcolea de las Peñas, Campisábalos, Cincovillas, Miedes, Riosalido, Romanillos, Somolinos, Ujados, Imón, Jadraque… Entre Campisábalos, Somolinos y Romanillos los muertos alcanzaron los dos centenares. Incluidos los médicos y los curas.  En Somolinos se registraron 63 fallecimientos en menos de un mes; otros tantos en Campisábalos, “el cura de Albendiego, Antonio Lapuerta, acudía cada dos días a oficiar los enterramientos”. Y es que en Campisábalos falleció hasta el párroco y el médico de la localidad. Teniendo que ser auxiliados por los médicos de Miedes y el subdirector de Sanidad del partido y Médico de Atienza, Juan Antonio Adradas, quien instó al Ayuntamiento atencino a llevar a cabo una encomiable labor de higienización del municipio “se limpiaron a conciencia abrevaderos, charcas e incluso se promulgó un edicto por el que los lavaderos tenían que ser vaciados diariamente”.

   Por si fuera poco, al desastre vital del año 55 le siguió el económico, con una temporada de malas cosechas, seguida de un invierno duro, que asoló económicamente a un buen número de pueblos “en muchos de ellos no quedaron brazos para recoger la cosecha, cuando no se la llevaron las tormentas”, cuenta Gismera. Incluso las salinas de Imón se encontraron sin gente capaz de transportar la sal a los alfolíes provinciales. En la ocasión ni el Gobernador se libró. Cuenta Gismera que don José María Bremón, quien se dispuso a recorrer la provincia en calesa, se vio atacado por el mal en Sigüenza, teniendo que ser sustituido interinamente por Cosme Barrio Ayuso y, cosa curiosa, el Gobernador se atrevía a viajar solo en un tiempo en el que los caminos eran un riesgo diario, “el Gobernador de Soria viajaba con una escolta de ocho lanceros”. También murieron muchos de los animales de labor, y, sobre todo, aves, según Gismera.

   La última y más documentada epidemia, la de 1885, tras la férrea censura que rodeó la de 1865 que pasó por Guadalajara sin hacer apenas daño “aunque en Madrid se llevó al Gobernador al que tocó sacar a la provincia de la miseria, el briocense Matías Bedoya”, tuvo, según Gismera, un preámbulo en Molina de Aragón en diciembre de 1884: “quienes pudieron abandonaron la ciudad, que quedó totalmente desabastecida, tan sólo una docena de arrieros de Selas se atrevieron a prestar ayuda, llevando cargas de leña”.

   También Atienza se vio libre de la peste, aunque no de las prescripciones del Gobernador, Juan del Nido, “quien suspendió todo tipo de festejos en la primavera”. Ese año no hubo ni Caballada ni fiestas del Cristo, y la feria de septiembre tuvo lugar la última semana de octubre. “Del Nido actuó con mano dura, al alcalde de Cogolludo le costó 500 pesetas saltarse la prohibición de intentar celebrar las fiestas, e incluso en Guadalajara llegó a prohibir la gran manifestación tras la ocupación alemana de las islas Carolinas. Si se llevó a cabo fue por la intervención directa del ministro de Fomento”. No sería el único alcalde sancionado, las infracciones, por defecto o por exceso, estuvieron a la orden del día: “el alcalde sustituto de Jadraque, ya que el primero, Melitón Vallejo, murió de cólera apenas iniciada la epidemia en este pueblo, fue entregado a la justicia por expulsar a los vecinos de Jirueque, el de Hiendelaencina destituido y sancionado por acordonar la población… aunque tal vez el caso más llamativo fue el de la corporación de Trijueque, que se atrevió a instalar un cordón de seguridad, reteniendo a la familia del propio ministro que, como es lógico, cargó luego contra ellos”.

   Se relatan los motines de Cifuentes, el malestar de los comerciantes de Molina, el acordonamiento de Milmarcos, los sucesos de Brihuega, los fastos de Tamajón al concluir la epidemia… Si bien no registra casos de excesiva deshumanización como en algunas otras provincias sucedieron “en un lugar, no importa cual, la maestra, atacada del cólera, fue expulsada de la población con su marido y cinco hijos. La mujer, refugiada en una alcantarilla tuvo que enterrar al marido, los hijos mayores a la madre. Cuando fueron rescatados encontraron a dos de ellos, de tres y siete años, que habían enterrado a los hermanos, y contaron el caso…” Y es que de las detenciones arbitrarias parece ser que nadie se libró, ni los diputados provinciales, Molero Asenjo, originario de Atienza, estuvo retenido en el lazareto de los Batanes de Guadalajara, por haber pasado por Jadraque.

   Pero Gismera no se detiene en estas cosas, uno a uno, enumera los médicos y farmacéuticos que intervinieron, alcaldes que destacaron, o hermanas de la Caridad “que llevaron a cabo una labor callada y ejemplar por toda la provincia y fuera de ella, algunas desde Guadalajara pasaron a Aranjuez, llamadas por su entonces Alcalde, Rafael Almazán, farmacéutico de profesión y natural de Guadalajara”, y se detiene sobre todo en Jadraque, donde la epidemia se cebó por tres veces con la población, la última, que costó algo más de cien muertos, fue acometida por los médicos Bibiano Contreras y Félix Layna levantando tiendas de campaña, a modo de hospitales, en los cerros, donde eran aislados los enfermos. Layna, padre del historiador, también se vio acometido por el mal, lo mismo que la familia, que dejó a uno de sus hijos en aquel cementerio.

   De los testimonios hallados Gismera destaca una “memoria del cólera padecido en Guadalajara en 1855”, debida al doctor Román Atienza, prácticamente desconocida e inédita hasta ahora, encontrada en una publicación de 1857 de la Facultad de Medicina de Madrid; sin que falten algunos otros testimonios: la carta de los vecinos de Yebra relatando a la Reina lo acontecido en aquella población, y el servicio de su médico, Clemente Ascarza; los relatos inéditos en los que se da cuenta de los padecimientos de Brihuega; el comportamiento ejemplar del conde de Priego sobre lo sucedido en Castilnuevo, los estudios medicinales de Pascual Bailón Hergueta en Molina de Aragón, o el desarrollo del cólera en Jadraque, según las memorias también inéditas de Félix Layna, médico de Jirueque, Medranda y Jadraque y en las que, cuenta Gismera confiesa que allí “morían hasta los gatos”.

   La mano de la caridad tampoco falta. Sin ella no podría entenderse el comportamiento, o la subsistencia de algunos pueblos, ya que el coste de las epidemias quebró la mayoría de las arcas, incluidas las de la Diputación Provincial “sería muy difícil de calcular el coste económico. La epidemia de 1855 se tasó para España en treinta millones de reales, y, para hacernos una idea, un jornalero ganaba poco más de cinco o seis reales diarios”.  Si bien, la mayoría de los municipios tuvo que gastar en unos meses el doble del presupuesto municipal para todo el año.  Tan asoladas quedaron las economías, cuenta Gismera, que la suscripción popular llevada a cabo en la provincia en 1885 para ayudar a los necesitados no alcanzó a las 4.000 pesetas, cuando meses antes se habían recaudado más de 30.000 para ayudar a las familias de Málaga afectadas por un terremoto. Ayudas a la subsistencia que llegaron incluso desde fuera: “el periodista oriundo de Brihuega, Justo Sanjurjo López de Gomara, entonces director del Diario Español, logró recaudar algo más de cuatrocientas pesetas en unos días, que se entregaron a razón de algo más de 55 pesetas, a los huérfanos Genara y Gregorio Toribio, de Jadraque; Bernardina García y Gregoria Martínez, de Mochales; Isidra Algarra y Basilisa de Marcos, de Illana y Paula Vela y Manuela Tomás, de Villel”.

   Sacrificios que llegaron incluso a las familias de algunos médicos y farmacéuticos que murieron desempeñando su trabajo, y a cuyas familias, al quedar en absoluto desamparo, les fueron reconocidas las primeras pensiones vitalicias: Domingo Delgado y Telesforo Ambite, médico y farmacéutico de Loranca de Tajuña; Vicente Ballesteros, de Campisábalos; Antonio Sagredo, de Prados Redondos; Manuel Pérez Manso, de La Isabela; Basilio Salido Arteaga, de Brihuega; Joaquín Sierra, de Campillo de Dueñas; Ignacio Sánchez Yagüe, de Jadraque; Victoriano Ibáñez, de Yebra; Manuel Gaitor, de Valsalobre; Juan Antonio Torrijos, de Bujalaro; Saturnino Hernández, de Peñalver; Pedro López, de Villel de Mesa; Andrés Matamala, de Canredondo; Bernardo Ibarrola, de Tortuera; Pedro del Olmo, de Palazuelos; Francisco Luilis, de Alustante; Juan Matamala, de Castejón de Henares; Gabriel Cortijo, de Torre del Burgo o Francisco Hijosa, de Aranzueque; así como los curas de Campisábalos, Pedro Hernández; el de Sacedón, Benigno García; el de Huertahernando, José Polo, o el de Ruguilla, Félix Mozandiel.

   También, estas epidemias, trajeron algunos cambios: “el reconocimiento a la moderna medicina, los hábitos alimentarios, la higiene, tanto de las personas como de los municipios…”

   Sin duda, un complemento, ampliamente documentado, necesario, por lo humano, a la historia reciente de la provincia de Guadalajara.
   La obra está prologada por el Historiador y Académico de Medicina, Doctor Francisco Javier Sanz Serrulla.